miércoles, 27 de febrero de 2013

De traducciones

13.2.13

Hace unos días vi por fin “La Fortaleza Escondida”, una de las películas de Akira Kurosawa que aún no había conseguido. Y como resulta obvio que la traducción del japonés que ofrecen los subtítulos es muy simple, volví a sentir la frustración de no saber qué es lo que los personajes —y sobretodo el samurái que encarna Toshiro Mifune— están diciendo exactamente.

Es el eterno dilema, tan obvio en la literatura pero presente también en el cine y la televisión: con las traducciones cambian las palabras y las expresiones, cambia incluso el ritmo —y a veces más. 

Mi experiencia más dramática tiene qué ver con “Anna Karenina”. Hace diez años decidí leerla, y me di tiempo de buscar diferentes ediciones. Encontré una en la biblioteca pública de Salamanca, otra en la biblioteca de la Facultad de Letras, dos en diferentes librerías, y otra a la venta en un kiosko de periódicos.

Para mi sorpresa, el célebre comienzo de la novela de Tolstoi era distinta en las cinco ediciones. En cuatro la idea era correcta pero la redacción notoriamente diferente. En la del kiosko, en cambio, el sentido era un fantástico remix posmoderno del original: “Todas las familias infelices son iguales, en cambio las felices son todas parecidas.”

De haber seguido leyendo, probablemente habría encontrado que quien se arroja a las vías del tren no es Anna, sino su amante Alexei Vronsky.

El nombre del traductor, por supuesto, no aparecía en ninguna parte. Lo que me hizo pensar que el eterno reclamo de los traductores de que su nombre aparezca en la portada, debajo del nombre del autor, no está tan desencaminado. Ponerlo ahí no sólo reconocería su trabajo, sino que les haría sentir la responsabilidad de lo que hacen. Quizá, si su nombre estuviera tan expuesto, se esforzarían más.

Pero el problema de las traducciones va a peor. Al deseo de ahorrar gastos, se añade la creciente complejidad de las películas y las series de televisión. Hasta hace unos años su vocabulario y expresiones era bastante estándar, una especie de lenguaje franco hollywoodesco. Ahora, con tramas situadas en guetos urbanos y subculturas, el caló es imposible de traducir. Y no ayuda que en esta industria el respeto por la labor del traductor sea aún menor que en la literatura.

¿Qué hacer? La peor solución la han encontrado en España, donde la mayoría de las películas y las series se ofrecen no sólo dobladas, sino en clave ibérica. Estos trae consigo varios problemas. Al Pacino habla igual que el papá de McGyver, porque los dobla el mismo actor. George Clooney usa expresiones callejeras madrileñas, y —al igual que Meryl Streep— habla como si hubiera nacido en el vecino barrio de Chamberí. Y los drug dealers de “The Wire”, cuyo caló del bajo Baltimore necesita traducción incluso para los estadounidenses, son trasladados a la jerga de los camellos locales, con lo cual se pierde un tercio de la actuación y la mitad de la riqueza cultural.

Fuera de estos horribles extremos, y a menos que aprendamos inglés —a final de cuentas por ahí nos llegan la mayoría de las ficciones que consumimos— no hay solución buena sino tan sólo menos mala. 

Dependemos y seguiremos dependiendo de los traductores. Buenos o malos, es difícil entender a las personas que prefieren no leer ni ver obras traducidas, razonando que no son las originales. Pierden de vista que las buenas ficciones usan tantos recursos para transmitir cosas, que sobreviven a sus traductores —salvo casos meritoriamente desastrosos.


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